
El saqueo fue sistemático y la restitución debe ser completa.
Lo recuperado hasta ahora representa apenas una fracción frente al volumen de recursos aún ocultos tras complejas redes de sociedades fantasma, testaferros y la expatriación de capitales.
Corrupción, bienes y reparación: el verdadero desafío detrás de los decomisos
El reciente aumento en la cantidad de bienes decomisados por el Estado en causas por corrupción, narcotráfico y lavado de dinero ha vuelto a poner en primer plano un tema tan sensible como urgente: la recuperación efectiva del patrimonio robado a los argentinos.
Vehículos de alta gama, terrenos, estancias, empresas y propiedades de lujo comienzan a regresar al Estado. Pero este proceso, que sin duda representa un avance, no debe confundirse con una solución de fondo. Apenas araña la superficie de un entramado mucho más complejo, construido sobre décadas de impunidad, estructuras paralelas y mecanismos de expatriación financiera.
De acuerdo con registros oficiales, ya son más de 280 los activos incorporados al inventario estatal, bajo administración de la Agencia General de Bienes del Estado. La mayoría proviene de delitos vinculados a la corrupción estructural y al crimen organizado. No obstante, lo recuperado representa solo una mínima fracción de lo desviado. Lo más valioso sigue escondido detrás de redes opacas de sociedades ficticias, testaferros y paraísos fiscales.
El próximo 13 de agosto podría marcar un nuevo punto de inflexión: vence el plazo para que Cristina Fernández de Kirchner y otros ocho condenados en la causa Vialidad depositen 537 millones de dólares, el monto de decomiso establecido por la Corte Suprema. Si no se concreta el pago, comenzará la ejecución forzosa de bienes embargados.
En paralelo, el fiscal Abel Córdoba acaba de solicitar el decomiso total del patrimonio de Lázaro Báez y su hijo Martín en la causa Ruta del Dinero K. La magnitud de los activos involucrados es enorme, pero más relevante aún es el precedente institucional que puede sentarse: el principio de que la pena penal debe ir acompañada por una reparación económica real.
Esto no es revancha ni persecución política. No es lawfare. Es justicia. Y es el cumplimiento estricto del Estado de Derecho.
La corrupción no solo destruye recursos: hiere de muerte la confianza pública, socava las instituciones y profundiza desigualdades. Cada peso robado es una escuela que no se construyó, un hospital que no se equipó, una ruta que quedó inconclusa. Las víctimas de este saqueo fuimos —y seguimos siendo— todos los argentinos.
Por eso, la ejecución efectiva de los decomisos no puede limitarse a lo simbólico. Hace falta también un cambio en la gestión: muchos de los bienes recuperados permanecen inactivos por la ineficiencia del aparato estatal o por la parálisis judicial. No es aceptable que el Estado siga alquilando oficinas mientras edificios decomisados se deterioran por falta de uso o administración.
La decisión del Gobierno de rescindir más de 70 contratos de alquiler debe ser apenas el punto de partida. Reutilizar lo recuperado, con transparencia y austeridad, no es solo un acto de administración inteligente: es un acto de justicia reparadora.
Finalmente, este proceso exige una narrativa clara: la lucha contra la corrupción no admite dobleces. No se trata de nombres, ni de banderas, ni de cargos. Se trata de un mandato ético, legal y democrático: que quien roba al Estado no solo cumpla condena, sino que devuelva hasta el último peso sustraído.
La Justicia ha empezado a actuar. El saqueo fue sistemático; la restitución debe ser total. La Argentina del siglo XXI no puede permitirse volver atrás. La impunidad tuvo su momento. Ahora es tiempo de que la corrupción pague su verdadero precio.